En Latinoamérica, el amor a una madre es infinito, casi comparado con el sentimiento de un hincha por su club. Muchas de ellas son fervientes devotas del balompié, cada fin de semana se uniforman con los colores de su equipo favorito.
El caso de mi madre y el futbol es particular, ya que ella no es aficionada al futbol, no entiende que es un saque de banda, mucho menos un fuera de lugar. Sin embargo, ella se ha colgado una bandera, puesto alguna gorra, así como ponerse la camisa del equipo de nuestros amores, todo por seguir a mí y a mis hermanos.
De pequeño, esa señora me alentó a que jugara futbol. Una vez llegó a casa con un maletín, mismo que contenía dentro un balón de futbol, zapatillas, espinilleras, medias y short color negro; por supuesto, mi alegría fue inquebrantable.
Mi madre también, cuando yo entraba a la adolescencia, era la que convencía a mi padre para ir al estadio de noche. Ambos acudían por mí al término de los partidos, hasta que un día me dieron confianza para regresar solo a casa.
Hace cinco años pasó algo que jamás imaginaría, que ella me acompañara al estadio, precisamente un Día de las Madres. Para ella fue genial y espectacular acudir ese día a la cancha.
Al entrar quedó fascinada con el monstruo de miles de cabezas ante un sol que pegaba en nuestros rostros, pero no le tomó importancia, aún así que quiso ver el juego de pie.
Al gol marcado por mi equipo, mi madre lo festejó, me vio, me dio un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. Imagino que las acciones fueron al ver mi felicidad, por lo que se contagió de la euforia mía y de los aficionados presentes esa tarde en el estadio.
Al final, el encuentro terminó con una derrota de mi equipo, que poco me importó, al diablo con el resultado. Yo me quedo con ese rostro de aquella señora al festejar esa anotación conmigo. Esa señora que me protegió, crió y me ha amado por toda la vida.
