A todos los que nos gusta el futbol de niños soñábamos con ser el mejor jugador del mundo, llevar al equipo de tus amores a dar la vuelta, hasta incluso levantar la Copa del Mundo.
Algunos tuvieron la gran fortuna de jugar profesionalmente y ser ovacionados cada fin de semana por cientos de aficionados; en cambio, la gran mayoría solamente nos quedamos en el intento, contando historias catastróficas de cómo quedo frustrado ese anhelo. La tradicional y más contada en México es que se chingaron la rodilla y por eso no destacaron en el balompié, la mía fue una simple tragicomedia.
Esta peculiar historia balompédica ocurrió en Guadalajara, entre noviembre y diciembre de 2000, en lo que fue en su tiempo el Club Atlas Paradero, actualmente el centro de formación deportiva Code Paradero, mismo que se encuentra justo en frente del centro comercial Fórum Tlaquepaque.
Con 13 años, complexión escuálida, 1.59 metros y dos pies chuecos, decidí entrar a un equipo que entrenaba por las mañanas en una de las tantas canchas de tierra que contaba el club. La condición era, aparte de pagar tu cuota de 80 pesos mensuales, llevar tu kit de botines, espinilleras, camiseta color blanco, short y calcetas negras, así como un balón del número 5.
En mi primer entrenamiento bastaron 20 minutos para demostrar lo que era, muy hábil para correr, pero torpe para el control del esférico, como si tuviese dos pies izquierdos, creando jugadas poco efectivas y chuscas que solamente sirvieron para recibir carcajadas y ser el un espectáculo con los compañeros del equipo.
Pasaron los días de entrenamiento y mostré poco avance, por lo que el entrenador vio mis aptitudes y rotundamente decidió que yo era el candidato perfecto para estar en la banca a lado suyo en el primer juego, dejándome allí, sin tocar el balón ni un solo minuto.
La siguiente semana fue la misma forma, sentado al lado del profe, pero sí debuté, aunque no toqué el balón y estuve en el campo tres escasos minutos, pero fueron muy simbólicos, jugando como lateral por la banda derecha. Pasaron las semanas de entrenamiento y partidos, donde jugaba los últimos cinco, 10, y 15 minutos (si bien me iba) con un cuadro que competía de la media tabla para abajo en la clasificación general.

La titularidad llegó a mí un sábado de marzo de 2001, la razón fue que apenas ajustábamos completar el equipo, con un 11 muy improvisado, ya que tres jugadores (tal vez cuatro) eran los titulares. El profe salió con una línea de cinco zagueros, dos contenciones, dos volantes y solamente un delantero, estrategia que escuchaba entusiasmado mientras sacaba mis botines y espinilleras de un maletín del Guadalajara.
El árbitro dio el silbatazo inicial, pero solamente pasaron dos minutos para ser exhibido por un chico alto, delgado, de tez morena y pelo rizado, quien me dribló y de diagonal se fue hasta el arco, recortando a un central para hacer un tiro cruzado con el pie derecho y meter el balón a las redes.
Pasaron cinco minutos para que nuevamente el mismo sujeto me pintara la cara con la misma jugada, pero esta vez se quitó a nuestro arquero para meterse con el balón a portería y marcar el 2-0 en contra nuestra, por lo que comenzaron a dibujarse nuestros rostros de enojo, tristeza e impotencia.
El mismo jugador, que tenía el mote del “Chino” (así le llamaban) volvió a driblarme, pero esta vez cometió un error, regresar conmigo con el balón y hacerme un caño para irse en diagonal y tirar a portería, pero el balón se fue apenas a un costado de la portería.
Inmediatamente después de aquella jugada mi entrenador me llama, al acudir con él percibí su rostro lleno de furia, por lo que me dijo: “La próxima vez que te trate de burlar, dale un patadón que lo haga llorar, ¿entendiste?”.
Con la instrucción recibida, solamente tenía que esperar el momento, mismo que llegó al finalizar la primera parte (los juegos eran de 30 minutos cada tiempo), con toda mi fuerza le metí una tremenda patada al querer hacerme un regate, mismo que hizo que diera vueltas en el campo y gritara de dolor, nunca supe en verdad tuvo dolor o simplemente fingía.
El árbitro se acercó a mí y me amonestó, mientras que fuera del campo me gritaban un grupo de chavos “hijo de tu puta madre”, “puerco”, asesino”, entre otros calificativos. Afortunadamente no fue para que el mentado “Chino” saliera del campo por lesión, pero ya no fue el mismo.
El resto del encuentro fue sencillo. Ese jugador que había anotado dos goles tras dos grandiosas jugadas se mostraba mermado y con temor, por lo que daba poca resistencia para quitarle el balón cada ocasión que lo tenía en su poder.
Los problemas llegaron casi al terminar el encuentro, ya que los mismos que me insultaron comenzaban a amenazarme, diciéndome que me iban a pegar y mostrándome los puños, por lo que el temor llegó a mí y pensando en mi escape de película hollywoodense para no ser agredido por esos individuos sedientos de vengar esa burdísima patada a su jugador estrella.
Al terminar el encuentro, inmediatamente fui por mi maletín, me quité los botines y espinilleras para después ponerme los tenis y apresurarme, por lo que busqué la primera salida que se encontraba sobre la calle Río San Juan de Dios, por lo que no lo pensé dos veces y decidí de forma rápida.
Al salir del club, veo corriendo a cuatro de los que me insultaron y comenzó mi huida tras dar vuelta hacia Río Autlán y llegar lo más pronto a mi domicilio, que estaba a unas cuantas cuadras, corriendo como una gacela queriendo ser devorada por varios leones hambrientos, mientras me gritaban “¡no corras, puto!”. Nunca había corrido de esa forma con tanto temor en mis pocos años de vida.
Al llegar a casa, simplemente me senté en el sofá todo fatigado, pensando en lo que había pasado y cuestionándome si de verdad el futbol era lo mío.
Transcurrieron las semanas y seguí asistiendo a los entrenamientos y jugando de suplente los minutos finales de los partidos hasta que un día el entrenador me cuestionó el ir con el maletín de Chivas, ya que era una escuela del Atlas y para él era una institución seria, pero esa es otra historia.
Han pasado ya varios años de esta historia y todavía me pregunto si ese “Chino” siguió jugando y llegó a debutar en Primera División o también tuvo un sueño truncado por la rodilla, como miles, o tal vez millones de mexicanos. En cambio, yo todavía sigo soñando por las noches que soy ese jugador que le ha dado varios títulos al Rebaño Sagrado y ha levantado la Copa del Mundo con la Selección Mexicana.
Alguna vez el escritor uruguayo Eduardo Galeano dijo: “Yo soy el mejor del mundo, sólo que soy el mejor del mundo a ciertas horas, con la almohada pegada a la oreja mientras duermo”.
Muchos nos sentimos identificados con esta historia jaja…y lo de escapar de los hinchas al final le da el toque cómico (porque no te agarraron, sino era tragicómico jaja).
Te felicito por esta primer historia! Me fue amena para leer, estuvo muy bien redactada, en un tramo me hizo reir y en otro me sentí identificado.
Mucha suerte con este nuevo proyecto Mikel!!!
Un abrazo grande desde Buenos Aires!!!